La semana pasada hablaba con alguien que me contaba que había tenido que castigar a su hijo porque hablaba en clase. Aunque además ya le habían bajado también las notas por eso mismo. Con seis añitos. Como el caso me resulta familiar, me salió preguntarle si realmente se creía la razón que utilizaba para hacerlo. Porque le contaba que yo, personalmente, no consigo hacerla mía. Estuvimos conversando un rato sobre lo que se entiende son convenciones que se deben, por serlo, respetar. Y lo que se podría esconder realmente detrás. Tienen virtudes. Permiten, por ejemplo, que salgas a la carretera con alguna certeza de que cumpliendo ciertas normas y haciéndolo asimismo los demás, puedes llegar al destino sano y salvo. Sin contratiempos. Y así muchas otras cosas que no creo que ninguno quisiéramos discutir. Pero suponen a su vez, en algún modo, una práctica de represión, independientemente de que persigan ayudar, por ejemplo, a un niño, a convertirse en un miembro adaptado a esta sociedad. Algo con lo que en principio solo gana de verdad, de verdad, siendo sinceros, la propia sociedad. A costa de lo que sin la represión podría ser probablemente ese niño, si se le presume como a cualquier ser humano, algún potencial para algo útil y no estandarizado. Quien sabe. Como el de contar historias.
No soy conspiranoico. No hablaría de un plan urdido por terceros para convertirnos en esos individuos con los que sostener esta sociedad. Y no hablo de ello porque otros lo han hecho en la ficción o en la práctica muy bien antes que yo: Charles Chaplin en «Tiempos modernos» (1936), las diversas dictaduras (Hitler, Franco o Fidel Castro), democracias en sus diferentes versiones (educación para la ciudadanía si o no, religión si o no, etc.), etc. ,etc. Nos educan para eso desde niños. Y bajo el amparo de esa educación, sitúan un premio futuro que, cuando creces, descubres que no existe como tal. Porque solo supone el paso de una etapa a la siguiente: familia, trabajo, dinero, etc. Insisto, no descubro nada importante: si leéis a Ken Robinson le oiréis contar el origen de nuestro sistema educativo en las necesidades derivadas de la Revolución Industrial y como se ideó para que proporcionara trabajadores cualificados que empezaban a ser necesarios para incorporarse a nuevas industrias en manos de viejo dinero. O también le oiréis contar escandalizado como a niños en Estados Unidos se les diagnóstica y medica por déficit de atención por hiperactividad por cosas similares a las que empezaron la conversación que os contaba al principio de la entrada.
No conozco ningún adulto que hable de su vida en términos que corroboren que es feliz con aquello que se nos dijo que nos haría felices. Así que descartada que la practica en convenciones sea una salvaguarda para no sufrir y, asumiendo que en la práctica sufrimos aun sujetándonos a ellas, quizás -o sin quizás- sean esas convenciones el origen de nuestro sufrimiento.
Os dejo una traducción libre de un fragmento de un libro de Seth Godin -«The Icarus Deception»- en el que cuenta como atrapar a un zorro astuto, como punto final. Ah! Otro día os contaré el porqué del título.
«Construye una valla de madera de dos metros de largo en el bosque. Coloca un poco de cebo y desaparece. El zorro es demasiado astuto para dejarse atrapar en una trampa sencilla. Te olerá y evitará la cerca durante días. Pero con el tiempo, terminará por ir y comerse el cebo. Cuando lo haya hecho, construye una segunda valla en ángulo recto a la primera. Deja más cebo. El zorro evitará la cerca de nuevo por unos días. Pero también terminará por volver para comerse el cebo. Construye entonces una tercera pared y una puerta. Deja más cebo.
Cuando regreses, el zorro estará feliz en su nuevo recinto de seguridad. Todo lo que tendrás que hacer es cerrar la puerta. El zorro estará atrapado.»
Esta historia describe de otra manera aquello que nos pasó. La Revolución Industrial supuso el comienzo de la construcción de la trampa en la que estamos. Una construcción que, como en el cuento, se abordó con tiempo e inteligencia. Corrigiendo lo necesario. Y nos dejamos seducir. Del cebo hablamos como la tierra prometida a todos los niños: salario, premios, futura felicidad -como si no lo fueran-. Seducidos nosotros por la aparente seguridad del recinto… pero de verdad ¿queda dueño fuera de ese recinto? ¿no se ha ido ya? Ni tu ni yo. Pero hay gente cerca de ti que parece que empieza a morirse de hambre. Algo que podría pasarnos también a nosotros. Tan socializados que preferiremos permanecer juntos y acurrucados esperando todavía instrucciones. Cuando lo inteligente es no hacerlo. Piénsalo: de eso hablan quien nos habla de como han conseguido alcanzar la felicidad.