Iba a escribir sobre otra cosa, pero acabo de encontrarme algo que me ha hecho cambiar de opinión. Veréis, estaba buscando un fichero y al mirar en una carpeta he visto un documento de trabajo con notas que preparé mientras que trabajaba en lo de las piedras de colores para introducir un cambio de metodología. De alguna manera representa el final de un viaje y un regreso a los inicios. Esta semana os contaré cosas de ese viaje y de todo lo que aprendí en él.
En enero de 2003 llegué a Barcelona para completar las prácticas de un máster en una empresa que se dedicaba a ver pasar, en vez de piedras, cajas de colores. Esa era la primera vez que salía iba a vivir fuera de casa y estaba seguro de que me ocurrirían cosas que me dejarían marcado para toda la vida. Bastaron cincuenta minutos de vuelo para comprobar que realmente iba a ser así. Nada más aterrizar pude ver en los espejos de los baños «una» que me recorre la frente de lado a lado desde entonces. Un consejo a todos los asturianos: si vais a viajar en avión, quitaros la boina antes de subir. Cuando presurizan la cabina, hace vacío. Os pasareis el resto de vuestra existencia deseando que aparezcan líneas de expresión que disimulen la marca que deja el elástico.
Entusiasmado con la pronta confirmación, recogí las gallinas de la cinta de equipajes y me planté en la ciudad. No os he dicho todavía que esas prácticas las realizaba junto con otra chica de la promoción. Aún recuerdo lo que me decía una conversación un par de semanas antes de incorporarnos un día que la acercaba en coche:
Antoñita.- «… tengo unas ganas de que llegue enero!!!»
Yo.- «Dos sem…»
Antoñita.- «Es que claro, tu no te das cuenta, pero lo mío tiene mucha más importancia que lo tuyo. Tu vas por rellenar, pero yo voy porque han llamado para decir que tenía que ser yo.»
Yo.- «Es lo que tiene ser fantástica, Antoñita. Te prometo que haré todo lo posible para no dejarte mal.»
Muy pronto me dí cuenta de no que había forma humana de cumplir esa promesa.